¿Por qué los días entre navidad y año nuevo pueden ser difíciles? Estos días son un espacio donde el tiempo se mide de forma diferente, no está marcado por las rutinas diarias o los medidores que le dan forma generalmente. Lunes, martes o miércoles son marcadores que nos distraen de ese otro tiempo que no es cronológico si no medido a través de las emociones del momento.
Tal vez estos días nos ponemos en contacto con algo más profundo en nosotros mismos, un contacto parecido al que nos sucedió en el encierro de la pandemia.
Aquellos tiempos nos pusieron en evidencia dónde estába nuestra vida en ese momento en particular como en una radiografía. Nos dió una imagen muy nítida de con quién contabamos realmente y más precisamente quien se quedaría con nosotros en el fin del mundo.
Tal vez estos días son difíciles porque son un marcador implacable del tiempo. Un eco de campanadas que nos recuerda que nadie vive eternamente, y cada fin de año es un inventario de pérdidas, de lo que dejamos atrás. Hay algo en este “tiempo fuera del tiempo” que nos enfrenta al espejo de nuestra propia fugacidad.
Pienso en una película turca, About Dry Grasses. Allí, un maestro de primaria llega a enseñar a un pueblo remoto donde todo parece inmóvil. Este pueblo está atrapado entre inviernos largos y veranos tan breves que los pastos no llegan a verdes; se secan al primer rayo de sol.
En ese lugar donde el tiempo avanza sin promesas el maestro descubre en una de sus alumnas una chispa especial. Ella, en su juventud, en su energía intacta, le da esperanza. Establece una relación algo extraña e incómoda con ella: le trae regalos y tiene una preferencia marcada por ella.
Él se pregunta qué busca realmente en ella, qué lo atrae tanto, y se da cuenta al final de la película que es quizá su vitalidad que tanta falta le hace falta a el en su propia vida, está tan desconectado de si mismo y de su historia que no tiene una familia o una infancia de la que nutrir su alma. Entonces se acerca a ella y como si al acercarse a esa fuente de juventud él mismo pudiera escapar del tiempo que lo envuelve y lo arrastra.
El paso del tiempo si se hace consciente no es fácil de digerir. Es un continuo despedirse de personas, de capacidades, de libertades, de partes de uno mismo. Pero algunos lo aceptan mejor que otros, tal vez porque son capaces de mirar al tiempo a los ojos sin querer atraparlo ni huir de él. Tal vez lo aceptan mejor los que se sienten conformes con los que son.
El otro día, caminando por un aeropuerto, vi a una mujer de unos sesenta años. Su cabello largo caía sobre sus hombros, llevaba un tank top corto y jeans ajustados. Desde atrás, podría haber pasado por alguien de veinte. Pero cuando se giró, vi la verdad de su edad en su rostro, y no pude evitar pensar: ¿Qué batalla estará luchando? Pensará que si parece físicamente como de 20 años entonces ¿está ganándole al tiempo? Si una persona actua como de veinte (pocas responsabilidades y ligereza ante la vida por ejemplo) a los cuarenta ¿Ha detenido el tiempo o simplemente lo está ignorando?
Hay quienes corren contra el tiempo de formas más literales. Pienso en el libro que leí sobre un hombre de ochenta años que vive como un ermitaño en las montañas de Canadá, corriendo casi maratones cada día a pesar del frío y el dolor, y que ya no tiene nada que lo ate a un pasado doloroso (casa, familia, papeles, posesiones) .(Outsider,Brett Popplwell).
Y también en el relato autobiográfico de Love Me Tender, de Constance Debré, una mujer que, al llegar a la edad en la que su madre murió de una sobredosis sufre de un colapso y decide despojarse de todo: marido, carrera, posesiones. Vive con solo un colchón como mobiliario y lo único que hace es nadar 40 minutos diarios, luego escribe el relato de su vida y finalmente se acuesta con una mujer cada noche pero tiene que ser diferente y que no se vuelve rutina o algo familiar porque rechaza cualquier cosa que tenga continuidad o que le recuerde su identidad pasada: no quiere que los libros, ni las relaciones, ni las responsabilidades la anclen en un lugar o en una historia. Necesita estar fuera del tiempo para olvidar su identidad.
El tiempo y la identidad parecen entrelazados como raíces bajo tierra. ¿Quién soy si mi rostro cambia? Este tiempo fuera del tiempo nos obliga a enfrentar el asunto tiempo e identidad forzosamente (igual que la pandemia).
Los rituales están hechos para marcar el tiempo y el paso del tiempo como las estaciones solo se puede medir a través de los cambios que observamos . Entonces nos sentamos alrededor de la mesa a festejar y ahora faltan sillas; los árboles de Navidad cambian de forma y significado; las risas son de adultos que antes eran nuestros hermanos pequeños, y ahora son los padres de los niños .
El fin de año marca con sus campanas la cadencia de la vida que avanza, y todos, en mayor o menor medida, nos detenemos a mirar atrás, a tomar un inventario de los que se han ido, de lo que queda, y de lo que somos ahora. Es obvio que no lograremos escapar del tiempo, ni despojarnos de él, sino aprender a habitarlo. Ser, dentro de él, tan plenamente como podamos, hasta que llegue el momento en que también nos toque despedirnos.
El budismo, desde su esencia, nos invita a desafiar la idea de una identidad fija y permanente. Según la psicología budista, el “yo” que tanto intentamos proteger y definir es, en realidad, una construcción mutable, una ilusión que el tiempo mismo se encarga de disolver. Somos como ríos: siempre en movimiento, siempre cambiando. Cuando nos aferramos a una idea rígida de quiénes somos —jóvenes, fuertes, exitosos, útiles—, el paso del tiempo se vuelve una amenaza, una batalla perdida de antemano.
Pero si entendemos que el cambio es la naturaleza misma de la vida, tal vez podamos encontrar en ese fluir una forma de libertad. No se trata de abandonar la identidad, sino de permitirnos habitarla con ligereza, sin miedo a soltar lo que ya no somos.
En ese aeropuerto, viendo a aquella mujer que desafiaba el tiempo con su ropa y actitud, me pregunté si, en el fondo, todos intentamos lo mismo: librar la lucha contra el tiempo.
En el budismo, el concepto de anatta, o “no-yo”, nos enseña que el sufrimiento viene del apego, ya sea al pasado, al futuro o a una idea de quién deberíamos ser. La práctica, entonces, consiste en estar presentes, en abrazar cada instante como único, sin exigirle que dure más de lo que debe.
Quizás esa sea la respuesta al miedo que estas fechas nos traen: en lugar de resistirnos a las campanadas del tiempo, aprender a escuchar su ritmo, a danzar con él. Y en esa danza, encontrar que somos mucho más que lo que perdemos. Somos un árbol centenario con su pasado adentro en la parte más interna de sus anillos y nuestro presente hasta afuera en contacto directo con el ambiente. Somos todo.
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